Nueve meses y más
Edel-Mari Pérez
Las primeras contracciones llegaron puntuales.
—¡Hay que correr! ¿Dónde puso el teléfono de
don Vicente? ¡Mayra! ¡Mayra! ¡El teléfono! ¡Date prisa! ¡Ya viene! —dijo Carmen
con voz quebrada.
Su hermana dejó de palmear tortillas, apagó el
fogón, dio un grito de soprano y, con las manos llenas de masa sobre la cabeza,
corrió de aquí para allá en busca del teléfono de don Vicente.
—¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde está?
Afuera, un sol tenaz tiñe de oro las hojas de
los árboles del bulevar.
Don Vicente parquea frente a la puerta de
hierro forjado, pita, baja del auto, toma la pequeña maleta apoyada en la
pared, el brazo de Carmen, dirige unas palabras a Mayra y los tres, con rostros
afligidos y jadeos musicales, se dirigen a la maternidad.
Entre camiones, choques y cientos de motos que
se le atraviesan por doquier, don Vicente mira, de tanto en tanto, a las dos
mujeres a través del retrovisor. Una sostiene un rosario entre los dedos; la
otra, un vientre descomunal. Él suda.
Esa tarde sopla intensa la brisa fresca de
diciembre. Se oyen ambulancias, quejidos, altavoces… y muchos murmullos.
—¿Es usted el padre?
—No, no, señor…
—Entonces no puede estar aquí —dijo malcarada
la enfermera de la recepción.
—Es que…, es que está en la zona sur…
—¡Señor, por favor, siéntese!
—Yo soy la hermana… —dijo Mayra al mismo
tiempo que se levantaba.
—¡Usted también, señora! ¡Siéntese! —gritó la
enfermera, mientras dirigía la mirada hacia ella y un auxiliar traía corriendo
una silla de ruedas.
Carmen se sentó en ella con dificultad.
—¿Cómo se llama? ¿De cuánto está? ¿Cuándo
empezaron las contracciones?
Encorvada hacia su vientre, se fue difuminando
en el largo pasillo, hasta desaparecer. Dos horas después, los tres volvían a
casa.
En enero, cumplidas las cuarenta semanas, el
doctor decidió ingresarla en una sala destinada a mujeres cuyo embarazo
sobrepasaba los nueve meses.
Este año no habrá toros ni playas ni caminatas
por bosques lluviosos. No irán a las fiestas de Palmares ni tampoco a otras. Se
saltarán la temporada seca de principios de año con sus sueños contenidos de
nuevos comienzos.
En la sala, sin derecho a visitas, Carmen
interactúa con sus compañeras de cuarto cada vez que sus recurrentes dolores se
lo permiten; allí hizo amigas, pero una, una fue especial. Era una chica joven
como ella, con un esposo que trabajaba fuera de San José y una hermana que la
asistía cuando él se ausentaba.
La incertidumbre del embarazo, la sala, sus
historias “paralelas”… todo confabuló para crear entre ellas un lazo de
amistad.
La noche antes de que Carmen cumpliera
cuarenta y una semanas de embarazo, Ana la despertó a las 3:00 de la madrugada
con su bebé en brazos y, sin darle tiempo a reaccionar, le dio un beso y le
anunció que tenía que irse.
A la mañana siguiente, cuando las enfermeras
de turno se personaron, Carmen, molesta, reclamó con furia que dejaran salir a
aquella chica recién parida a las 3:00 de la madrugada.
Boquiabiertas, las enfermeras, atónitas,
abandonaron la habitación en silencio. Minutos después, la doctora de planta
caminó hacia Carmen y le explicó que Ana había dado a luz a una niña preciosa y
sana a las 2:50 de la mañana, y que ella fue declarada muerta a las 3:00
Comentarios
Publicar un comentario
Comentario de..-