Doña Flor


Aunque la reunión es para planear los almuerzos semanales para la gente necesitada del barrio, doña Flor toma la palabra; le urge hablar, necesita desahogarse. Tuvo cáncer.  

Son ocho las mujeres presentes en el salón comunal; ahí coordinan el menú y se reparten las tareas.

Yo me encuentro de observadora casual en la reunión, esperando que aparezca el cura para otros menesteres, ellas me hacen partícipe como si fuera una más, me uno con la discreción de quien se sabe intrusa.

 A una le toca conseguir huevos en la granja de la comunidad, a la otra, acercarse al abastecedor de doña Julia a pedirle el arroz y los frijoles, lo básico para una comida que sustente. Se reparten las tareas, cocinar, preparar las porciones y luego salir repartir.  Ya tienen las rutas establecidas, aunque últimamente se quedan cortas porque cada vez se multiplican los necesitados. 

Sentada estratégicamente en el mero centro y con voz ronca, doña Flor expresa su testimonio. Todas saben que no va a soltar el “churuco”.  

-Pues a mí, mi hijo mayor me dio por desahuciada cuando le anuncié que tenía un tumor en la matriz que ya había agarrado las paredes y todo alrededor.  ¿Cuánto tengo que juntar para el “ataúl” ?, esa fue su pregunta, imagínense. Y ahora él no lo puede creer, me ve enterita, nada de entierros ni “ataúles”.  Las manos de Flor hacen el recorrido desde la coronilla hasta las piernas, describiendo las curvas de su cuerpo, sus ojos negros brillan con emoción y su media sonrisa acapara con orgullo la atención del grupo.

Pero ¿cómo es que no la operaron? -comenta Mari-, ¿no es que lo tenía todo “esparramado”? 

 Espérense, para que vea lo que es el milagro de Dios.  A la primera cita llegué al hospital en ayunas, con aquella hambre que me coge en las mañanas, sin una gota de café.  Me dieron unos menjurjes horribles y después me encerraron en un cuartillo para que me quitara la ropa y me pusiera la batita celeste.  Apenas salió la enfermera yo no hice más que arrodillarme.

 Padre nuestro que estás en el cielo, ten piedad de mi matriz, acuérdate de mí hoy y en los días venideros. Tú sabes que yo he sido tu fiel servidora toda la vida, pero todavía no me puedo ir de este mundo.  Yo solo pensaba en que todavía no me tocaba.  Mi chiquita bella iba para los quince, ¿quién le iba a hacer la fiesta? Es que vieran la belleza -se lo hice en rosado llenito de encajes y la coronilla, la armé con brillantitos y avalorios, como la de una princesa. 

Que me esculquen lo que sea pero que no me saquen ningún pedazo yo solo me encomendaba al de arriba.

Algunas ya conocían la historia, pero optaban por enmudecer y escuchar.

Como allegada indiscreta me sorprendió la intensidad de doña Flor y la paciencia de las demás.  Me pregunté si siempre eran así de tolerantes. Tal vez no la interrumpían por respeto a mí o quizás era es su código de amistad. 

Cada vez más efusiva y vehemente, ahora doña Flor levantaba sus brazos y exclamaba:

Y es que no me lo van a creer: en aquel momento veo yo un rayo enorme que entra por la ventana y me cubre “toditica”. ¡Ay, mi Dios esto es un milagro! Cuando el doctor entró, me tuvo que ayudar a levantarme porque yo estaba muerta del susto.  Después él mismo me ayudó a subirme a una máquina y me explicó que tenía que estar quietecita por media hora. Me dijo que volviera en un mes. 

 Tres veces fui al hospital a que me revisaran y las tres me arrodillé y oré en aquel cuartito; y siempre el mismitico rayo aparecía al final iluminándome.

Doctor, ayúdeme por favor -le dije-, yo he pecado en mi vida, se lo puedo confesar a usted, como tantas veces lo he hecho en la iglesia. Pero fue por necesidad, se lo juro, y yo he sentido que merezco el perdón de Dios, lo siento aquí en mi corazón.

Doña Flor me parecían exagerada en sus gestos, pero yo no era quién para juzgarla, me llamaba la atención ver a esa mujer rodeada y apoyada por el grupo, desahogando sus miedos más profundos, evidenciando su fragilidad y a la vez me sorprendía su certeza de merecer el milagro de los cielos.

Y el doctor, un santo, benditos sus oídos y sus manos, es que me escuchaba con aquel amor...

Me imaginaba al doctor poniendo cara de ángel, pero con su mente puesta en el almuerzo con los colegas, o los expedientes por revisar.

Doctor, escúcheme. Le confieso que mi gran ilusión es ver a esa chiquilla cumplir los quince, todavía me falta juntar un poco más de plata para el vestido y para la fiesta. Usted me entiende, ¿verdad? 

Para no hacerles el cuento más largo, llego a la cita del diagnóstico, me sientan frente a tres doctores, todos muy serios y yo… temblando como un conejo, con aquellos nervios, esperando lo peor. La cosa es que en medio del consultorio aparece aquel rayo de luz alumbrando a los tres doctores, a mí y hasta aquel montón de papeles que me iban a leer. Nadie decía nada, solo se volvían a ver entre ellos, hasta que por fin mi doctorcito, con aquel amor, me suelta la sopa: Doña Flor, váyase tranquila para su casa, no hay que operarla, solo tiene que venir a recibir nueve quimios y treinta y seis radioterapias.

Doña Flor termina el relato como una rosa fragante, con aquella elegancia imponente en su sencillez.  A mí me da por pensar en la paradoja que la envuelve, la muerte que la ronda y el milagro que la salva, está radiante, la lotería le tocó únicamente a ella, a nadie más. Percibo ese  hilo delgado entre estar a punto de la muerte y la ocasión maravillosa de presenciar a su hija con el vestido de vuelos, con la corona brillante y, con una sonrisa de oreja a oreja en su fiesta de quince años. 

Ya ven, aquí estoy - dice doña Flor con aquella satisfacción y señalando su vientre-, aquí estoy, con todo adentro y sin cáncer. Ahora, cada vez que me toca ir a la cita yo llego con toda devoción, me arrodillo en el consultorio y le rezo al doctor nueve Padrenuestros y treinta seis Avemarías.  Es lo menos que puedo hacer.








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